Una fría tarde de otoño mientras esperaba en el auto, el declive del
cielo permitió ver destellantes luces. Comenzaron a caer estrellas del cielo
que se aferraban a la luna, no deseaban caer, incluso con las uñas arañaron el escaparate.
Yo me dedicaba a observar sólo por la ventana los pequeños cristales que
resbalaban dando tiempo a la llegada de la luz a mis ojos, me sentía intrigada
por el clima, incluso un poco asustada…
El agua trémula comenzó a levantar las
circulares rocas del pavimento. Parecía una guerra entre el cielo y la tierra,
se disparaban cañones directos de la bóveda celeste; cada vez iban aumentando
las bombas hasta que se dio por vencido el asfalto, no podía seguir luchando
pues superaban su número en millones y estaban ahogados hasta el cuello, la
inundación parecía de unos diez centímetros de alto. Me sentí atrapada en una
cripta, los cohetes se estrellaban contra el cristal, parecía que ahora el
ataque iba en mi contra, estaba por ocultarme debajo del tablero cuando a lo
lejos una mancha negra como el hollín apareció, se acercaba a toda prisa
corriendo hasta que alcanzó mi sombra, se postro frente a mí, mostro sus
blancas perlas y abrió la puerta del coche.
Mi sol aparentemente llegaba a rescatarme, él
escurría diamantes y, mientras los veía desprenderse las tropas celestes se
dispersaban lentamente, la contienda del firmamento fallecía, las ríos de luz
morían despacio; en mi rostro se dibujó una sonrisa, bese los finos pétalos del
amor y de esa gran felicidad que me invadió llego hasta mi mejilla una última y
vencedora gota de agua.